viernes, 19 de diciembre de 2008

2. Brecht

Bertolt Brecht


"El deseo de que las propias obras se perpetúen -que en primera instancia es sólo una "tendencia natural"- se vuelve más serio cuando un escritor cree tener razones para ser pesimista respecto al tiempo que tardarán en imponerse sus ideas (mejor dicho, las ideas sustentadas por él). Pero las medidas que se adopten para prolongar la vigencia de una obra no deben ir en desmedro del efecto actual de esa obra. Los necesarios toques épicos a todo lo que en el momento "se da por sentado" sólo representan valiosos efectos de distanciamiento para ese determinado momento. La autarquía conceptual de las obras contiene un factor de crítica: el escritor analiza la caducidad de los conceptos y percepciones de su propio tiempo."
Bertolt Brecht, Diario de trabajo

Brecht: el cielo de la razón.


1. La obra de Brecht

En sus "Ensayos críticos" (1) Roland Barthes considera que la obra de Brecht no sólo es una gran obra, sino una obra ejemplar. Se opone con fuerza al mito del genio inconsciente; posee la grandeza de la responsabilidad. Es una obra en estado de "complicidad" con el mundo: la crítica brechtiana es por definición, extensiva a la problemática de nuestro tiempo. La crítica brectiana es crítica de espectador, de lector, de consumidor, y no de exégeta: es una crítica de hombre concernido. Barthes señala varios planos de análisis en los que esta crítica debería situarse sucesivamente:

1. Sociología. Considerar las repercusiones que su obra tiene en la prensa, dado que generalmente se pone en escena en teatros experimentales. Esto tiene que ver con aspectos vinculados a la sociología del público. Barthes detectó en su momento cuatro tipos de reacción del público a la obra:
(1) la extrema derecha, que desacredita la obra por su compromiso político ("es un teatro mediocre porque es comunista");
en las izquierdas advierte dos actitudes (2) una acogida humanista, que incluye una visión hacia Brecht por su conciencia creadora dedicada a promover la humanidad, pero, al mismo tiempo, desacredita o minimiza la parte teórica de su obra, y que se enlaza con (3) uno de los constrastes básicos de la cultura pequeño-burguesa; el contraste romántico entre el corazón y el cerebro, la intuición y la reflexión, lo inefable y lo racional. Según esta versión la obra de Brecht es grande a pesar de las opiniones sistemáticas de Brecht sobre el teatro épico, el actor, el distanciamiento, etc.
Por último, (4) los comunistas franceses, fieles a la tradición del "realismo socialista", se quejaron de la oposición de Brecht al héroe positivo, a la concepción épica del teatro y a la orientación "formalista" de su dramaturgia.

2. Ideología. La obra de Brecht tiene un contenido ideológico preciso, contundente y coherente, que es preciso describir. Para ello podemos apelar a sus propios textos: (1) los textos teóricos, de enorme lucidez ideológica, que no pueden subestimarse como apéndice intelectual de su obra creadora. "Separar el teatro brechtiano de su fundamentos teóricos es tan erróneo como querer comprender la acción de Marx sin leer el Manifiesto Comunista o la política de Lenin sin leer Estado y Revolución. No existe ninguna decisión estatal ni ninguna intervención sobrenatural que dispense graciosamente al teatro de las exigencias de la reflexión teórica" señala acertadamente Barthes; y (2) la obra dramática, que aporta los elementos principales de la ideología brechtiana.

3. Moral. El teatro brechtiano es un teatro moral, que se pregunta con el espectador ¿qué es lo que hay que hacer en esta situación? ¿cómo ser bueno en una sociedad mala? La acción revolucionaria debe cohabitar con la moral burguesa y pequeño burguesa, y esto implica el surgimiento de dilemas de conducta y de acción. Este aspecto del teatro de Brecht tiene un carácter revelador y una función didáctica.

Naturalmente, las ideas de Brecht plantean problemas y suscitan resistencias. Su obra y su pensamiento se oponen radicalmente a la tradición aristotélica del teatro occidental. Esa tradición naturalizó una moral secular cuyo credo sostiene que cuanto más se conmueve el espectador, cuanto más se identifica en el héroe, cuanto mejor se imita la acción, cuanto mejor encarna el actor su papel, cuanto más mágico es el teatro, mejor es el espectáculo. Contra toda esa tradición secular, Brecht pide al espectador, que no se identifique totalmente con el espectáculo, que no sufra con el destino del personaje, para poder reflexionar críticamente sobre el conflicto en el que está envuelto y para asumir posiciones.

El actor debe colaborar a que se forme esta conciencia, debe denunciar su papel, no encarnarlo. La acción no debe ser imitada, sino contada. La ilusión de realidad debe eliminarse para poder juzgar sus causas y encontrar salidas.

2. Galileo Galilei

Galileo Galilei fue escrita hacia 1937/39 y Brecht le introdujo modificaciones entre 1945/47. En la primera versión se mostraba a Galileo como a un anciano que burla a la Inquisición, rehusando convertirse en mártir para continuar con astucia su trabajo científico condenado por la Iglesia. Las modificaciones posteriores fueron hechas en Hollywood bajo la influencia de Charles Laughton y bajo la influencia del lanzamiento de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. En la versión final Galileo se retracta, no astutamente, sino por miedo, al ver los instrumentos de tortura. Después de retractarse continúa sus investigaciones secretas pero se siente indigno de estrechar la mano de sus compañeros científicos y culpable de haber traicionado la causa de la ciencia.

Distintas personas y creencias rodean a Galileo Galilei. En el centro, él, poderoso e incomprendido como un dios recién llegado, lleva en su mano la verdad, como un objeto que, aunque es resplandeciente, no se permite la evidencia. Quizá porque sencillamente la evidencia no existe, quizá porque la evidencia se distingue por no estar en los objetos, sino en los ojos de los hombres.

Como quiera que sea, la verdad no refulge por sí misma, porque es débil, se dice, y por lo tanto necesario es que los que se atreven a mirarla de frente la confronten, la defiendan, la comuniquen aún a riesgo de perder la vida en el intento. La verdad es un verdadero sol que puede provocar ceguera, pero también puede ofuscarse y ocultarse y dejar ensombrecida a la humanidad, sin su brillo. No obstante, su valor es infinito. Destruye la armonía aristotélica, dice un funcionario de la Iglesia. Crea una nueva armonía, propone Galileo, creando conformidad y acuerdo entre la mente y lo natural, entre el entendimiento y la obra de Dios, entre el sujeto y el objeto. Lo cierto es que no se da inmediatamente, puesto que, por ejemplo, engañosamente, el sol parece moverse en el cielo mientras uno permanece fijo, girando la mirada conforme se levanta, se eleva y se va.

Los hombres, confiados ingenua, pero eternamente en la vitalidad de su propio centro, deben luchar contra este engaño, arrancando a la naturaleza su verdadero ser. Deben trabajar horas y horas observando y midiendo, elaborar sofiticados instrumentos que alargarán sus ojos, harán más fuertes y más refinados sus brazos, proyectarán su mente hacia los remotos misterios del trabajo divino.

Ese tiempo que debe invertirse en la soledad de la investigación, es tiempo que se distrae de las urgencias que reclama la vida: así uno queme sus pestañas en la palabra impresa en los libros o en el cielo, todavía ha de satisfacer las necesidades vulgares de la comida y el abrigo y el sueño, y ha de requerir de la opulencia de los señores, algunas migajas para poder dar satisfacción a tales necesidades. No será justo que, a cambio nos soliciten qué hemos de investigar, a qué verdades hemos de alumbrar. La entidad del conocimiento es como una centella, diría Nietsczche, que brota del choque entre dos espadas, pero, agrega Foucault, no es del mismo hierro del que están hechas las espadas.

Los monjes, presos de la incultura, se solazan en su ignorante impudicia, empujándose, riéndose de las bárbaras proposiciones de Galileo, felices como niños en el juego, impunes en la seguridad de que están investidos por una autoridad que, no sólo puede hacer el silencio sobre Galileo, sino que, en nombre de Dios -quien sólo quiso manifestarse a la perspicacia del gran Aristóteles- puede literalmente aplastarlo. Así se impedirá que lo que Dios hizo, Aristotéles vio y la Iglesia legitimó, siga siendo uno tal como lo reclama la Gracia. De esta forma, los hombres seguira´n teniendo confianza en un mundo en el que es preferible "alcanzar la bienaventuranza eterna" antes que "presenciar un eclipse tres días más tarde que lo indicado por el calendario". ¿O es que "mienten, acaso, las Sagradas Escrituras?" "¿Qué criatura del Señor puede tolerar una cosa semejante?" O, dicho con otras palabras, si no es cierto que, tal como lo indica la Iglesia, el mundo es centro fijo e inmutable del universo, tampoco podrían ser ciertos todos los otros enunciados que profiere y que arrojan a los hombres a la pobreza, a la ignorancia, a la desesperación.

A este Galileo de Brecht no le falta coraje para polemizar con la superstición y la ceguera de los vulgares y de los políticos. Pero le faltará coraje para comprometer su propio ser, su propio cuerpo, en esta lucha. La vergüenza, como a José K., le sobrevivirá. Sentirá que ha sido incapaz de torcer la línea recotra de la Historia. Los científicos ya no podrán prometer solemnemente "utilizar su ciencia solamente en beneficio de la humanidad". Sólo se podrá esperar a una "generación de enanos inventores que puedan ser alquilados para todos los usos" de ls prícipes, de los señores, de los propietarios.

Es que este Galileo sabe que ha sido un traidor. Ha tenido el poder del saber, ha sido "tan fuerte como la autoridad", pero ha sucumbido al terror de imaginar las llamas de la Inquisición envolviendo su cuerpo.

Brecht, atado al horizonte de pensamiento más progresista de su época, todavía, quizá, no ha alcanzado a vislumbrar la contundencia del golpe que Auschwitz ha asestado a los judíos, a Alemania, a Occidente, a la razón. (Después de todo, los alemanes han sabido ser más franceses que los franceses, más iluministas que los mejores nombres de la Ilustración).

Brecht, sin piedad, vuelve, contra la ignominia de Galileo, la serena ira de su propia verdad, autorizado por una historia que ha demostrado que, efectivamente, enanos inventores se han alquilado para que el escándalo de Hiroshima sea posible.

No es suficiente que Galileo haya realizado la proeza de ver lo que otros no podía, de iluminar las regiones oscuras del cosmos. Era necesario, y quizá más importante, que en su propio cuerpo se imprimiera la historia.

En términos deLyotard, podríamos pensar que, después de Auschwitz, el arte sólo puede hablar de lo que no puede hablar, el arte sólo puede presentarse como testigo, ya no de lo sublime, que sigbue definiendo a Brecht, sino de "la aporía del arte y de su dolor" (2). El arte ya no puede relatar una historia que no sea la historia de su imposibilidad.

Hoy nosotros comprendemos la disolución de las certezas iluministas, la mentira de la Razón. Sabemos que al final de la historia no reluce un mundo en donde "se amarán todos los hombres, comprenderán todos los hombres", como soñaba Vallejo. Sabemos que la historia no es una línea, que se hace con azares y discontinuidades, sobresaltos y rupturas. Sabemos que el conocimiento no es un acuerdo entre la razón y la naturaleza sino precisamente una relación de poder y de fuerza, como lo piensa Foucaulti, una relación de violación. Lejos de haber una adecuación al objeto, hay distancia y dominación: ninguna unidad, sino sistema precario de poder.

Comprender, entonces, la naturaleza del conocimiento requiere no de filósofos o de artistas, sino de políticos, puesto que está fabricado con ese poder. Hay una política de la verdad. La verdad no está inscripta en als cosas.

"...sólo hay conocimiento bajo la forma de ciertos actos que son diferentes entres sí y múltiples en su esencia, actos por los cuales el ser humano se apodera violentamente de ciertas cosas... les impone relaciones de fuerza" (3)

Mantener vigilancia sobre la razón, no significa justamente elevar a la irracionalidad como centro de la conducta humana. A propósito del célebre debate acerca de la Ilustración entre Habermas y los llamados posestructuralistas franceses, podemos decir que hay un momento en que la verdad de cada uno se oscurece a favor de la verdad del otro. Si es cierto que la razón se calló para siempre en Auschwitz y en Hiroshima, deberíamos preguntarnos si se trata de la razón o de una razón (4): positiva, entramada con la ideología de los poderosos. Por eso es que seguimos necesitando de la lucidez de quienes, como Brecht, solicitan a los intelectuales que no se conviertan en enanos inventores, que no alquilen su saber alegremente, que hagan marchar a sus pensares con sus decires, a sus sueños con sus sudores.

El silencio de esa razón no es la voz de la irracionalidad.

(1) Barthes, Roland.
(2) Lyotard, J. F. (1995) "Los judíos". En Rev. Confines. Año 1 N° 1, Buenos Aires, Gedisa.
(3) Foucault, M. (1980) La verdad y las formas jurídicas. Barcelona, Gedisa.
(4) "Auschwitz, enverdad, no fue resultado de un exceso de razón iluminista... sino de un antiiluminismo violento..." Huyssen, A. (1991) "Guía del posmodernismo". En Casullo, N. (Comp.) El debate modernidad posmodernidad. Buenos Aires, Puntosur.

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